Uno de los aspectos de la vida cristiana que mayores
dificultades causa es la santidad. En particular si leemos en 1 Pe 1: 14-16:” como hijos obedientes, no
os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino,
como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra
manera de vivir; porque escrito está: Sed santos,
porque yo soy santo”. Ser santos no es una
opción sino un mandato del Señor. Estas palabras pueden causar una enorme carga de culpa en nosotros
que nos conocemos a nosotros mismos y nos comparamos con la santidad de Dios apartada de todo pecado y
nos preguntamos: ¿ES REALMENTE POSIBLE LA SANTIDAD?
Muchos pueden pensar que para ser santos debemos vivir
una vida de obediencia y así
presentarnos delante de Dios sin mancha del pecado. Pero sabemos que para
nosotros que hemos heredado el pecado original eso es imposible. De
ahí la necesidad de una obra sobrenatural para sacarnos de la condenación
eterna y estar separados de Dios para siempre. El apóstol pablo nos dice
en Col 1:21-22 refiriéndose a la muerte
de Jesucristo: “Y a vosotros
también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente,
haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio
de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de
él;”
Por su muerte en la cruz Jesucristo pago el precio para que
Dios nos perdonara, él fue el cordero propiciatorio cuya sangre fue derramada,
para limpiarnos de todo pecado. Juan el Bautista lo dice de ésta manera: “...Éste es
el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1:29). Todo aquel
que se arrepiente y pide perdón tiene la garantía de que es perdonado y con el
perdón de Dios es hecho limpio de todo pecado, es decir es hecho santo. No es por nuestra
obediencia o cualquier otro merito que somos santificados, sino porque
Jesucristo fue crucificado para pagar el precio justo y necesario que nosotros
debíamos haber pagado por nuestros propios pecados.
Jesucristo nos presenta ante el Padre Santos y sin
mancha, mediante su sangre somos lavados
y santificados, como regalo de parte de Dios. Ninguno de nosotros merecía que
Dios nos perdonara por eso decimos que por la “gracia” de Dios, mostrada en el
sacrificio de su propio hijo, somos perdonados.
La fe en que Jesucristo pagó el precio por nuestros pecados
y que es suficiente ante la Justicia de Dios, permite que el nuevo hombre engendrado
por el Espíritu Santo nazca sin la herencia del pecado original. El nuevo hombre
no está atado al pecado o la desobediencia sino que es libre para hacer la
voluntad del Señor. Claramente Dios nos dice que el
propósito de poner en nosotros un espíritu nuevo con un corazón de carne es
para que, desde ese momento en adelante, obedezcamos sus mandamientos y
cumplamos sus ordenanzas (Ez 11:19-20).
Como ya hemos visto la santidad no es el
resultado de una vida de obediencia a Dios sino es porque él no hace santos por
el lavamiento con la sangre de Jesucristo. Luego que hemos sido lavados es
necesario permanecer limpios y esa es nuestra responsabilidad desde el momento
de nuestra conversión: “mantener nuestras ropas limpias”.
Siendo realistas y honestos con el Señor
nosotros sabemos que después de nuestra conversión hemos pecado, esto equivale
a manchar nuestras ropas que ya fueron lavadas con la “sangre del cordero”. La
solución es fácil, nuevamente debemos pasar por el mismo proceso de lavado para
volver a tener las ropas limpias. Es decir cada vez que pecamos debemos
arrepentirnos confesar nuestro pecado (Stg 5:16) pedir perdón al Señor y con su
perdón volvemos a la condición de santidad original, lo único que nos lava de
pecado es la sangre de Jesucristo. Alguien
podría pensar “si es así entonces toda la vida voy a tener que estarme
humillando ante el Señor pidiendo perdón”, es precisamente esa actitud de humillación
la que debemos tener delante de Él (Is 57:15). Jesucristo
también enseña que quien quiera ser su discípulo debe negarse a sí mismo tomar
su propia cruz y seguirlo cada día (Lc 9:23), en este caso la cruz es donde
nosotros mismos debemos crucificar nuestra naturaleza carnal cada día.
Muchos de nosotros pensábamos equivocadamente
que en nuestra vida cristiana debíamos luchar contra el pecado hasta vencer y
al final de esa larga batalla conseguíamos por fin la anhelada santidad. Si éste
razonamiento fuera verdad entonces la santidad sería el premio a nuestros
logros personales y eso equivale a la negación de la gracia de Dios.
LA OBEDIENCIA NO LIMPIA NUESTROS PECADOS
La obediencia no limpia nuestros pecados, nadie
que haya robado puede pensar que por el sólo hecho de obedecer, sin pedir
perdón a Dios, y no robar más ya está limpio de ese pecado, o un marido que
engaña a su esposa, no puede pensar que solamente con obedecer a Dios y no
volver a hacerlo, sin pedirle perdón, borra su pecado. La única manera de
limpiar nuestros pecados es pasar por la cruz, morir a la carne pidiendo perdón
a Dios y a quien se ha ofendido y luego permanecer en obediencia.
Si la obediencia no nos santifica ¿Por qué
debemos obedecer?. Una vez que somos santos es necesario que mantengamos la
santidad es decir permanecer en la santidad que el Señor Jesucristo nos ha dado
y eso se hace obedeciendo sus mandamientos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario